Hay noches —y no son pocas— en que una barra se convierte en escenario. La luz cae sobre el hielo, la cuchara gira con ritmo casi coreografiado y, frente al público, alguien mezcla ingredientes con la atención de quien interpreta una partitura. La coctelería performática no es solo para lucirse: es forma de contar, de conectar, de hacer con las manos algo que se queda en la memoria.
Desde hace más de quince años hago malabares entre dos mundos que, de tan distintos, se espejean: el teatro musical y la coctelería. Y si algo he aprendido en este tiempo es que servir un cóctel no dista tanto de entrar en escena. Las dos requieren presencia, escucha, improvisación,
ritmo. Y ambas, cuando se hacen bien, provocan un tipo de silencio parecido: ese en que el público espera algo inolvidable.
El arte de beber historias
Lo que está ocurriendo en ciertos bares no es simple «mixología». Es narrativa líquida. En Madrid, Salmón Guru ha hecho de la extravagancia una forma de lenguaje. Con cartas como Amazonia — lanzada en 2019 como parte de su serie Efímera— el bar transformó cada bebida en una experiencia sensorial que evocaba la flora y fauna de la selva peruana: recipientes en forma de peces, ranas, plantas carnívoras… una selva líquida servida con teatralidad controlada. Desde entonces, no han dejado de sorprender con nuevas propuestas escénicas, donde el trago es solo el principio de una historia.
En Ciudad de México, Handshake Speakeasy encabeza una escena en plena efervescencia. Su coctelería, aunque internacional en técnica e influencias, está profundamente enraizada en el orgullo mexicano y en la voluntad de combatir estereotipos obsoletos. El cóctel Once Upon a Time in Oaxaca es ejemplo claro: mezcal infusionado por ocho horas con menta y absenta, servido con una bola de lana de acero encendida. Un gesto poético que rinde homenaje a las maestras y maestros mezcaleros del país.
Imagen: José Olivas @thebarchemist_
Sabina Sabe, en Oaxaca, propone algo más ritual: un espacio íntimo y lleno de carácter, donde el mezcal es tratado con devoción y conocimiento. El personal guía con maestría entre etiquetas artesanales, y los cócteles contemporáneos se integran con una cocina que respeta lo local. Todo sucede con suavidad, casi como en una escena hablada en voz baja.
Y en Barcelona, Sips ha desmontado por completo el escenario clásico del bar. Aquí no hay barra que separe: en su lugar, una isla central que acerca a quienes mezclan y a quienes miran, convirtiendo cada cóctel en una coreografía abierta. La puesta en escena es milimétrica, pero sin
rigidez; elegante sin pretensiones. Propuestas como Krypta —servido en una cámara olfativa diseñada para atrapar aromas— o Primordial —que se bebe desde unas manos metálicas— no solo impactan por su presentación. Son piezas de arte líquido que se interpretan sorbo a sorbo.
El recipiente como personaje
En una época donde lo visual define la experiencia, el recipiente ha dejado de ser un simple soporte: ahora también interpreta. El ceramista José Piñero, desde su taller en Alcoy, ha dado vida a piezas que parecen personajes salidos de una fábula pop. Su trabajo, que comenzó en la alta cocina, se ha convertido en un elemento clave en la teatralidad de muchas barras, donde el vaso— ya sea una rana, una calavera o una estrella del pop— cobra tanto protagonismo como el cóctel que contiene.
Bares como Rosi la Loca o Inclán Brutal Bar en Madrid lo saben bien: hay quienes van más por el vaso que por la bebida. Y en esta nueva escena líquida, esa también es una forma válida de entrar en la historia. Eso sí: aunque el espectáculo comience por la forma, no conviene descuidar el fondo. El trago, con toda su complejidad aromática, sigue siendo la obra principal.
La barra como lugar de representación
Entonces, ¿qué es una barra hoy? Un espacio de encuentro, sí. De creación, sin duda. Pero también, de representación. Cada trago servido frente a quien lo espera es una oportunidad para decir algo más allá del alcohol. Y quienes trabajamos ahí —algunas venimos del teatro, otras no— sabemos que hay una responsabilidad escénica: la de sostener la atención, de cuidar los detalles, de dar lo mejor incluso si es martes y está medio vacío.
Porque, como en todo buen espectáculo, lo que buscamos es tocar algo en quien nos mira. O, en este caso, en quien nos bebe. Y cuando eso sucede, cuando el gesto conecta, cuando la historia cala, llega la señal de que lo hiciste bien. No son aplausos, pero se sienten igual: una propina discreta, una sonrisa agradecida, el deseo de quedarse un trago más. Esa es nuestra ovación. Y créanme, vale cada segundo en escena.