Una cosa es determinar la técnica correcta para hacer un cóctel, otra es entender la historia de esa té-cnica o de esa técnica aplicada a ese cóctel en particular. En principio, todo parece relativamente sen-cillo: un cóctel con jugo de limón, azúcar y destilado —un Whisky Sour, por ejemplo— debe pre-pararse en una coctelera, ya que la densidad de los distintos ingredientes impone el uso de una fuerza consecuente para que la mezcla se quede homogénea el tiempo suficiente para poder consumir el tra-go en perfectas condiciones.
Vista desde esta perspectiva, la historia de la técnica en el mundo de la coctelería —o de la cocina— es la de un camino bastante directo de A a B. El barman tiene un problema —si mezcla su Whisky Sour en la copa de servicio, sale mal la cosa— así que busca una solución, una herramienta que le permita tratar con toda la violencia necesaria sus ingredientes. Y de esa necesidad surge la coctelera. A grandes rasgos, así ocurrió.
Pero ver las cosas bajo este ángulo nos lleva a pensar que si la cosa X se hace así, es siempre porque así tiene que hacerse. Y no: a veces temas culturales tienen un impacto.
Tomemos otro ejemplo: cualquier cóctel a base de destilado y vermut. No hay un BOE de coctelería, pero si lo hubiera, diría que todos los cócteles basados exclusivamente en bebidas espirituosas —destilados, vinos aromatizados, licores, bitters— se preparan en un vaso mezclador. Con esa técnica, la dilución es menor y la temperatura obtenida es ideal. Además, estéticamente, el agitar « enturbia » esas mezclas cuando resultan más atractivas translúcidas. Por lo tanto, si se mira el tema de manera fría, « científica », el vaso mezclador es imprescindible. Sin embargo, muchas veces (aunque cada vez menos) se agitan estos cócteles. El caso más famoso es el « shaken, not stirred » (agitado, no removi-do) que molesta tanto a los barmans como entusiasma a los novatos que quieren parecer sofisticados. Hoy en día, es común decir que Bond o mejor dicho su creador Ian Fleming era un ignorante. Pedir un Dry Martini agitado es un poco como pedir una magnífica pieza de buey « bien hecha ».
Y que quede claro: el mejor Dry Martini, Manhattan o Harvard se prepara en un vaso mezclador, re-moviendo con delicadeza los cubitos de hielo durante unos cuarenta segundos. Pero si uno se fija, se da cuenta de que en Cock, Del Diego u otros bares clásicos muy clásicos, el movimiento de la cuchara en el vaso mezclador es tan violento que casi pulveriza el hielo, dando un efecto bastante parecido al que se obtendría con una coctelera. También tenemos el caso de Boadas donde se utiliza vaso mez-clador, pero… se escancia el Dry Martini.
Es decir: mal que me pese, lo del removido delicado no aparece en las tablas que Moisés bajó del Monte Sinaí. Así que la gente hace un poco lo que la da la gana, y no tiene nada que ver con la técnica o la « ciencia de la mezcla ». La historia del cóctel rara vez llega del punto A al punto B sin innume-rables pasos y desvíos. Tanto el Dry Martini de Del Diego y Boadas como lo de Bond son fenómenos culturales.
Cuando el cóctel empezó a popularizarse, no existían herramientas profesionales. Los primeros bar-mans las tomaron prestadas de otros oficios. Y la manera más sencilla de preparar un trago era con la cuchara larga del doctor o apotecario y un vaso grande. Resultó muy eficaz pero poco espectacular —cuando la mixología es una rama del mundo del espectáculo—, algo lento y complicado de aprender (es decir, cualquiera puede mezclar con una cuchara pero no todos son capaces de parar a tiempo). La llegada de la coctelera lo cambia todo. El ruido y los gestos fascinan a los clientes. La técnica en sí es extremadamente sencilla, al alcance de los aficionados. Y es rápido: diez segundos son suficientes, frente a los más de treinta de un cóctel removido.
En los años 1920, la moda del cóctel alcanzó su apogeo. También fue cuando aparecieron los clubes y salas de baile modernos, con todo lo que ello implicaba en términos de volumen y necesidad de ve-locidad de servicio. En este contexto, ya no importa cómo servir el mejor trago sino cómo hacerlo en el menor tiempo posible. No es de extrañar, por tanto, que si uno consulta los libros publicados en el periodo de entreguerras, pronto comprueba que los gigantes del bar de la época —los McElhone, Craddock, Meier, Chicote, Vermeire, etc.— dicen de preparar en coctelera tragos que deberían re-moverse en vaso mezclador.
Fue en esos años cuando Ian Fleming, entonces veinteañero, descubrió el cóctel. Para él, el Dry Marti-ni es un cóctel agitado: así fue como se lo sirvieron por primera vez. Pero en los años 50, cuando se puso a escribir las aventuras de James Bond, el cóctel ya sólo se bebía en los bares de hoteles. Y allí, los barmans tenían todo el tiempo del mundo: podían prepararlos como dios manda. Ante un panora-ma en el cual el Dry Martini se remueve, Bond, o mejor dicho Fleming, tenía que precisar que él lo quería como en los años veinte: agitado.
Otra posibilidad es que los libros de barmans mencionados digan que hay que agitar cócteles que en realidad deberían ser removidos porque estas obras iban dirigidas a aficionados, no a profesionales. Los aficionados en general sólo tenían una coctelera y no sabían cómo remover un cóctel. De hecho se puede comprobar en las películas de la época: si se ve a William Powell o a cualquier otra estrella de Hollywood de los años 30 o 40 preparando un Dry Martini, es con una coctelera en la mano.
Es así: la técnica nos parece algo objetivo. Para obtener el resultado X hay que hacer Y. Sí. Y no: mu-chas veces, los factores culturales o las circunstancias lo cambian todo.